Bienvenidos a mi blog!!

En este blog compartiré mis experiencias personales, pasadas y presentes. Esperando que leer mis palabras ayude a las mujeres que pasan, o han pasado, por lo mismo que yo.
Los nombres de las personas mencionadas en mis historias han sido cambiados para proteger las identidades de los aludidos.

martes, 28 de abril de 2015

Mi Tia Sarita

Una vez al año veía a mi tía Sarita. El destino nos colocó a cuatrocientos kilómetros de distancia. Por lo cual estoy agradecida.
Mi tía Sarita jamás puso pie en una universidad, pero cree que es jueza. Opina sobre todo y todos. Su boca carece de filtro. Dispara dardos envenenados. Tal actitud es un rasgo familiar. 
Mi tía Sarita, sentenciosa como pocas, me otorgó el título de vaga.
Me recibí de la universidad tardíamente, admito. Pero me esforcé para terminar mis estudios.
Hablo dos idiomas. ¿Mi tía Sarita hablaba dos idiomas cuando tenía mi edad? No. 
Quien escucha hablar a mi tía Sarita cae en el error de pensar que yo nunca trabajé en treinta y un años de vida. Vendí cosméticos por más de una década. Trabajé en una tienda de ropa durante un verano. Caminé casi toda la ciudad haciendo encuestas durante un mes. Todo un verano recorrí las hermosas playas de Mar del Plata vendiendo perfumes más falsos que un billete de tres pesos. Trabajé en los Estados Unidos durante cuatro meses. Allí fui empleada de una guardería y mucama de un hotel. Tuve que fregar pisos y limpiar inmundos inodoros  durante ocho horas diarias. ¿No es eso acaso trabajar?
Mi CV es corto. ¡Si lo sabré! Pero no soy ajena al trabajo. No desconozco los tormentos causados por una supervisora que hace que el personaje de Meryll Streep en “El Diablo viste a la moda” parezca un ángel.       Otra falsedad forjada por mi Tía Sarita es la creencia de que no trabajo porque no es mi deseo. 
He hecho todo lo que alguien que busca un trabajo debe hacer. Leo el diario todos los días y me postulo a aquellos puestos para los que califico. Recorrí el centro de la ciudad repartiendo curriculums (ejercicio que resultó ser una completa futilidad).  Asistí a entrevistas laborales. Vez tras vez sufrí la profunda decepción de no recibir el llamado tan esperado.
Mi tía Sarita trabajó toda su vida sin detenerse. Nunca fue golpeada por el drama de la desocupación. No concibe que alguien simplemente no consiga trabajo. Y me envidia. Envidia el hecho de que, aunque yo no trabaje, vivo mejor que ella. Engendra bronca dentro el ella el hecho de que no necesito trabajar. Busco trabajo porque lo deseo. Tengo todo lo que necesito. Casa grande. Ropas caras. Y hasta viajo de tanto en tanto.
Mi tía Sarita, quien trabajó como una burra toda su vida, apenas tiene un minúsculo departamento. ¿El cual compró con el sudor de su frente? No. Lo obtuvo gracias a una herencia y a un préstamo. Además, en su hora de necesidad, recibió ayuda de sus hermanas. Sin embargo se cree con derecho a criticar lo que yo tomé sin esfuerzo.   
En la mesa familiar se me compara constantemente con su hija, mi prima Lupita, quien completó una carrera universitaria mientras trabajaba arduamente, pues la tía Sarita jamás le dio ni un pase para el subte. No contaba los medios para ayudarla. Eso le duele. Ver a mi madre quitarme un peso de mis espaldas le recuerda lo que ella misma no pudo hacer. Y le duele. 
La lucha diaria de mi tía Sarita jamás fue compensada mientras que, a su entender, mi supuesta vida de haraganería me ha dado todo. Como si yo, en efecto, lo tuviera todo. ¿Lo tiene alguien?  Mi constante lucha contra la mala salud es ignorada en las conversaciones familiares.
La tía Sarita también envidia mis dones dados por el Dios en quien no cree. Ella nunca se destacó en nada. Nunca fue el lápiz más afilado de la cartuchera.
Envidia mi potencial. Ve el futuro que tengo por delante. Ve hasta donde puedo llegar. Y se amarga.

Simplemente envidia.  

lunes, 13 de abril de 2015

Somos nuestra historia

No nací siendo una Licenciada en Comunicación Social depresiva, solitaria y adicta a las series norteamericanas, que sueña con ser periodista y vivir en Nueva York.  
Mi historia comienza cuando una mujer neurótica se casó con un hombre alcohólico. 
Llegué al mundo un 20 de enero, capricorniana. La astrología me define como ambiciosa, melancólica, racional y calculadora, casi maquiavélica. Las personas de mi signo, en teoría, son perseverantes y exitosas. La realidad dice que mis ambiciones son muchas, mis sueños son grandes, pero me falta tenacidad. Tengo baja tolerancia para el fracaso. Caigo en un pozo depresivo cada vez que fallo, lo cual ocurre seguido. La perseverancia no me caracteriza.
Nacida en 1984, pertenezco a la generación “millennial”, también llamada “Generación Y” o “Generación Peter Pan”. De acuerdo con los sociólogos, los millennials se caracterizan, principalmente, por el narcisismo: nos gustan las selfies y compartir nuestros problemas personales en los medios sociales.
Vivimos una adolescencia prolongada. Los ritos de la edad adulta, como el matrimonio y la paternidad, son pospuestos. Yo soy un ejemplo extremo de ello.  Todavía vivo con mi madre, sin lograr la independencia económica, aunque tal hecho me avergüence.  
Las generaciones anteriores eran capaces de permanecer en un mismo puesto durante décadas, sin importar lo infelices que fueran.  Los millennials somos más selectivos a la hora de elegir un trabajo, y priorizamos la calidad de vida, el realizar lo que nos gusta, por sobre un empleo estable.  No puedo negarlo. Rechacé varios empleos porque las condiciones me parecieron inaceptables.
Pecamos de algo que en USA se llama “entitlement”. Significa creer que merecemos todo lo que deseamos, solo por existir. Sentimos que nos tienen que proveer de aquello que deseamos. 
No es culpa nuestra. Las personas narcisistas y con sentido de entitlement no nacen, se hacen. La mayoría de los millenials fueron criados por miembros de la Generacion X, generación que fue criada de manera en extremo estricta y autoritaria, con una enorme presión. Los padres X intentaron educar a sus hijos de la manera opuesta, para evitar que estos sufran lo que ellos mismos padecieron de pequeños.  
Entonces, los millenials somos la generación del “trofeo por participar”. Nos educaron con la idea de que todos merecemos un premio, solo por intentarlo. Nos dijeron de pequeños que todos somos ganadores, todos somos especiales. Tal concepto creó una camada de jóvenes que no tolera perder. La realidad es que no todos podemos ser estrellas. Fracasar es una parte natural de la vida, una parte que los millennials no aceptamos.   
Hay otro factor que marcó mi personalidad y dio forma a mi vida, para bien o para mal.
Cargo en mi espalda una pesada cruz. Es la forma en que Dios me puso a prueba, y el gran desafió que dio a mi madre.
Nací con Síndrome de Turner.
Es una falla genética, que consiste en la ausencia de parte de unos cromosomas.
Fui diagnosticada a los siete años. Mi anormal baja estatura delató que existía un problema con mi cuerpo.
Durante diez años, necesite dolorosas inyecciones diarias de hormonas de crecimiento para alcanzar una estatura aceptable. Llegué a medir un metro cincuenta y tres. Por ser la más baja de mi clase, mis compañeros de colegio nunca me respetaron.
Otros signos visibles del síndrome son mi cuello anormalmente corto, dientes apiñados (que corregí a los dieciocho años tras siete de ortodoncia) y mi piel seca e invadida de espantosos lunares, los cuales afloraron cuando cumplí nueve años. Mi antiestética apariencia me convirtió en víctima constante del bullyng, generó el rechazo del único hombre que me importó en mi vida, y provocó que no  me contrataran para varios empleos que solicité. Nunca pude trabajar de promotora, vendedora en una boutique importante o recepcionista, empleos reservados exclusivamente para mujeres bonitas y altas.        
Además, el síndrome causó que sufriera de hipotiroidismo, generando cansancio crónico y sobrepeso.
El síndrome también generó que mis ovarios fueran deficientes. Necesito, de por vida, seguir un tratamiento de reemplazo hormonal. Tal defecto causa desarrollo tardío e infertilidad. Si alguna vez pongo mi vida en orden y decido tener un hijo, tendré que gastar una obscena cantidad de dinero en in-vitro para quedar embarazada.    
Toda mi vida me sentí anormal, dañada. Me sentí como la pieza de un puzzle que no encaja en ninguna parte.
No ayudó que, durante la primaria y la secundaria, fui víctima constante del bullying. Mis compañeros insultaban, con dureza, mi aspecto continuamente.
Para colmo, mi madre siempre me sobreprotegió, tratándome como una discapacitada.
La verdad es que mi síndrome no convierte a quien lo sufre en alguien diferente al resto de las mujeres.
Mis genes causaron mis problemas de salud, pero mi vida anormal se explica por el profundo daño psicológico ocasionado por mi madre, por el hombre que rompió mi corazón y, sobretodo, por mis compañeros de colegio. El bullying deja cicatrices en tu alma que no son fáciles de borrar. El perjuicio que me causaron no pudo ser reparado porque nunca tuve una psicóloga competente.
Diversos factores me convirtieron en quien soy hoy.
Soy producto de mi historia, y viceversa.