Una vez al
año veía a mi tía Sarita. El destino nos colocó a cuatrocientos kilómetros de
distancia. Por lo cual estoy agradecida.
Mi tía
Sarita jamás puso pie en una universidad, pero cree que es jueza. Opina sobre
todo y todos. Su boca carece de filtro. Dispara dardos envenenados. Tal actitud
es un rasgo familiar.
Mi tía
Sarita, sentenciosa como pocas, me otorgó el título de vaga.
Me recibí de
la universidad tardíamente, admito. Pero me esforcé para terminar mis estudios.
Hablo dos
idiomas. ¿Mi tía Sarita hablaba dos idiomas cuando tenía mi edad? No.
Quien
escucha hablar a mi tía Sarita cae en el error de pensar que yo nunca trabajé
en treinta y un años de vida. Vendí cosméticos por más de una década. Trabajé
en una tienda de ropa durante un verano. Caminé casi toda la ciudad haciendo
encuestas durante un mes. Todo un verano recorrí las hermosas playas de Mar del
Plata vendiendo perfumes más falsos que un billete de tres pesos. Trabajé en
los Estados Unidos durante cuatro meses. Allí fui empleada de una guardería y
mucama de un hotel. Tuve que fregar pisos y limpiar inmundos inodoros durante ocho horas diarias. ¿No es eso acaso
trabajar?
Mi CV es
corto. ¡Si lo sabré! Pero no soy ajena al trabajo. No desconozco los tormentos
causados por una supervisora que hace que el personaje de Meryll Streep en “El
Diablo viste a la moda” parezca un ángel. Otra
falsedad forjada por mi Tía Sarita es la creencia de que no trabajo porque no
es mi deseo.
He hecho
todo lo que alguien que busca un trabajo debe hacer. Leo el diario todos los
días y me postulo a aquellos puestos para los que califico. Recorrí el centro
de la ciudad repartiendo curriculums (ejercicio que resultó ser una completa
futilidad). Asistí a entrevistas laborales.
Vez tras vez sufrí la profunda decepción de no recibir el llamado tan esperado.
Mi tía
Sarita trabajó toda su vida sin detenerse. Nunca fue golpeada por el drama de
la desocupación. No concibe que alguien simplemente no consiga trabajo. Y me
envidia. Envidia el hecho de que, aunque yo no trabaje, vivo mejor que ella.
Engendra bronca dentro el ella el hecho de que no necesito trabajar. Busco
trabajo porque lo deseo. Tengo todo lo que necesito. Casa grande. Ropas caras.
Y hasta viajo de tanto en tanto.
Mi tía
Sarita, quien trabajó como una burra toda su vida, apenas tiene un minúsculo
departamento. ¿El cual compró con el sudor de su frente? No. Lo obtuvo gracias
a una herencia y a un préstamo. Además, en su hora de necesidad, recibió ayuda
de sus hermanas. Sin embargo se cree con derecho a criticar lo que yo tomé sin
esfuerzo.
En la mesa
familiar se me compara constantemente con su hija, mi prima Lupita, quien completó una carrera universitaria mientras trabajaba arduamente, pues la tía
Sarita jamás le dio ni un pase para el subte. No contaba los medios para
ayudarla. Eso le duele. Ver a mi madre quitarme un peso de mis espaldas le recuerda
lo que ella misma no pudo hacer. Y le duele.
La lucha
diaria de mi tía Sarita jamás fue compensada mientras que, a su entender, mi
supuesta vida de haraganería me ha dado todo. Como si yo, en efecto, lo tuviera
todo. ¿Lo tiene alguien? Mi constante
lucha contra la mala salud es ignorada en las conversaciones familiares.
La tía Sarita también envidia mis dones dados por el Dios en
quien no cree. Ella nunca se destacó en nada. Nunca fue el lápiz más afilado de
la cartuchera.
Envidia mi potencial. Ve el futuro que tengo por delante. Ve
hasta donde puedo llegar. Y se
amarga.
Simplemente
envidia.