Se dice que una mujer tiene “cuerpo para bikini” cuando su
figura no muestra exceso de kilos, estrías, o celulitis. Las mayoría de las
mujeres gordas , o se sienten demasiado avergonzadas para siquiera ir a la
playa, o utilizan una maya entera. ¿Deberían
sentirse abochornadas? ¡Claro que no!
Pero la sociedad hace que una mujer sin un cuerpo perfecto (¿Y quién dice que
es perfecto y que no?) se sienta avergonzada y deprimida.
Miles de mujeres se
someten a riesgosas cirugías estéticas para cumplir con el mandato social.
Liposucción, implantes mamarios, liftings, etc…. Yo misma acudí al cirujano
plástico, a los veinticuatro años, para
reducir mis pechos. Me avergonzaban profundamente, porque eran gigantes, caídos
y desparejos. (Uno era notablemente más grande que el otro. Tal defecto era
visible incluso con remera puesta).
Generar que una persona odie su propio cuerpo es algo que
los norteamericanos llaman “body-shaming”.
En octavo grado, tuve una compañera que sufría de obesidad.
Teníamos buen trato. Un día, la invité a almorzar a mi casa. Sin que nadie me
dijera nada, yo supuse que ella estaba a dieta. Imaginé que, una adolescente de
su tamaño, desearía perder el peso extra. ¿Cómo podía querer continuar con
sobrepeso? Por tanto, pedí a mi madre que prepara un menú bajo en calorías, sin
consultar con mi compañera. Resultó ser que yo estaba equivocada. Mi amiga no
estaba interesada en perder peso. ¿Por qué asumí lo contrario?
La sociedad espera que las mujeres con sobrepeso se odien a sí
mismas, que quieran cambiar. A las personas delgadas les sorprende conocer una
mujer obesa con alta autoestima. ¿Por qué? ¿Acaso no deberían amarse?
Aprendí lo duro que es ser una mujer gorda cuando subí
quince kilos a los 22 años. Quince kilos de más, en una mujer que mide 1,53, se
hacen notar, y mucho. Parecía un buñuelo. Engordé por un problema de tiroides,
el cual se debe a mi síndrome de Turner. Las pastillas que tomo para tratar mi
deficiencia hormonal, no ayudaron.
Fui a la nutricionista y logré bajar el peso extra, en tres
meses. Seguí la dieta con una fuerza de voluntad inusitada. Ejercité una hora diaria. El cirujano arregló
el defecto de mis pechos. Al final del 2008, cuando fui a trabajar a Estados
Unidos, poseía el cuerpo que sociedad exige a las mujeres.
Sin embargo, al regresar de mi aventura en USA, caí en un
profundo pozo depresivo. Desprovista de la libertad que disfrute en aquellas
tierras, de vuelta a una vida gris, no tenía voluntad para siquiera salir de mi
cama. Los ejercicios y la dieta quedaron en el olvido. En tiempos difíciles,
hay gente que se refugia en el alcohol, las drogas, la iglesia, o la New Age.
Yo busqué consuelo en la comida. Pastas y dulces de panadería. Como resultado, engordé
veinte kilos. Llegué a pesar 68.
Mi madre y mi tía Betty, constantemente, me decían gorda y
hacían que me odiara a mí misma. Sobre todo mi madre. Ella observaba con
atención lo que yo comía, y emitía opinión al respecto. “¿Todo eso vas a comer?”.
Una vez, dije que deseaba comer lechón con papas fritas en año nuevo. Entonces,
mi madre infló sus mejillas e imitó a un chancho, para indicar que yo era una
cerda. Fue como un golpe en el estómago.
Como tengo un cuerpo tan espantoso, ella repite una y otra
vez que debo “entrar la panza” y usar camisetas elásticas que aplasten el
estómago, aunque sea verano y haga 35 grados a la sombra. La comodidad no
interesa. Lo primordial dar un buen espectáculo al otro. Ocultar la grasa
abdominal, como sea posible.
No es culpa de de mi madre, o de mi tía Betty. Como todo ser
humano expuesto a los medios de comunicación, ellas son víctimas de los estándares
de belleza impuestos por la sociedad occidental. Nos enseñan desde pequeños a
sentirnos asqueados ante la gordura. Las princesas de Disney, y las muñecas Barbies,
tienen un cuerpo imposible para las mujeres en la vida real.
Yo también crecí aprendiendo que la gordura es fea, mientras
que la delgadez es lo bello, lo deseable. Al ver mis fotos del verano pasado, a
veces, siento deseos de llorar. Se me ve con panza, una segunda barbilla y grasa
bajo mis brazos.
Con sesenta y ocho kilos, fui discriminada en cada empleo
que intenté obtener. Siendo mi título universitario inútil en Mar del Plata, busqué
trabajo como empleada de negocios de ropa. Fue en vano. Como las camareras y
las promotoras, las vendedoras en
boutiques deben jóvenes delgadas y altas.
Para un hombre, la realidad es diferente. Ellos no son
juzgados con la misma dureza. Un hombre obeso, estadísticamente, tiene mayores
posibilidades de encontrar un buen trabajo que una mujer de igual tamaño.
Toqué fondo una tarde, el verano pasado. Entré en una sala
de chat, para buscar un hombre con el cual salir. Grande fue mi dolor cuando, tras
ver mi página de Facebook, un joven dijo que no saldría conmigo porque yo era
gorda.
Fue el colmo.
Era la primera vez que un hombre me decía gorda, y mencionaba
mi peso como motivo para rechazarme.
En la escuela, me insultaban a diario. Me decían deforme,
fea, extraterrestre, monstruo, vomito, bicho feo, etc… pero nunca, jamás, me
dijeron “gorda”. En aquella época, yo
era un bicho delgado. Si hubiera tenido sobrepeso, no habría sobrevivido a la
crueldad de mis pares. Ser flaca era lo único bueno de mí.
Mi metabolismo era envidiable. Podía comer lo que deseara,
sin aumentar de peso. Comía como un perro callejero que pasó semanas sin
alimento. Si mi abuela Nina hacía ñoquis, yo devoraba una fuente entera. Cuando
servía ravioles, yo engullía tres platos. Otras veces, comía papas fritas en
cantidades generosas. (La abuela Nina
preparaba las mejores papas fritas que probé en mi vida, y los ñoquis más
sabrosos). Una noche, comí seis empanadas. En una época, tomé por costumbre
merendar con panqueques. Increíblemente, la gordita de la clase siempre fue
otra.
A los 22 años, el hipotiroidismo me arrebató mi mejor
cualidad, el único aspecto positivo de mi apariencia, mi consuelo. Mis malos hábitos alimenticios, ahora, afectan
mi peso. Debo privarme de comer lo que deseo. Vivo de medallones de pescado con
verdura.
Al engordar, perdí gran parte de mi identidad.
Actualmente fluctúo entre 61 y 62 kilos. Continúo teniendo
sobrepeso, pero con seis kilos menos. No llego, ni nunca llegué, a niveles
peligrosos para mi salud. No sufro de diabetes, ni tengo problemas cardíacos.
Mi colesterol es normal. En mi caso, perder peso en meramente una cuestión de
estética.
Debo sobrevivir en una sociedad cruel, donde la gente como yo es despreciada. No
es solo que la sociedad enseña “el sobrepeso es feo”, sino que la gente ve la
gordura como indicador de gula y pereza.
No puedo cambiar esa realidad, sino que debo adaptarme.