Bienvenidos a mi blog!!

En este blog compartiré mis experiencias personales, pasadas y presentes. Esperando que leer mis palabras ayude a las mujeres que pasan, o han pasado, por lo mismo que yo.
Los nombres de las personas mencionadas en mis historias han sido cambiados para proteger las identidades de los aludidos.

domingo, 30 de agosto de 2015

El camino difícil


Cuando uno es niño, los adultos de tu vida tomaban todas las decisiones que afectan tu vida. Como yo fui criada únicamente por mi madre, ella era la única persona que eligió el camino que seguiría hasta ser adulta. No había otra persona dispuesta a intervenir, a opinar.
Algunas decisiones de mi madre fueron acertadas, como la de separarse de mi padre, a tres años de casarse. Me alegra no haber convivido con un padre sin intenciones de abandonar la bebida. Además, descubrí que, si un matrimonio no funciona, es mejor divorciarse cuando los hijos son pequeños. Durante mi infancia, vi a varios compañeros de colegio sufriendo horrores las rupturas sentimentales de sus padres. Todos tenían dificultades para adaptarse a la situación nueva. Pero yo estaba acostumbrada a que padre viviera en otra casa. Era natural, para mí, verlo cada tanto.
Que vaya a trabajar a Estados Unidos, cuando yo tenía 17 años, dejándome a cuidado de la tía Betty, fue lo mejor que nos pudo pasar.
En cambio, otras decisiones tomadas por mi madre no fueron tan acertadas. Permitirme cambiar de colegio constantemente resultó ser un error. El ser siempre “la nueva” solo empeoró el bullying.
Al crecer, me convertí en responsable de mis propios tropiezos.
Mi primer error grave lo cometí a los dieciocho años.
Mi madre vivía en California; yo, con mi tía Betty. Teníamos un plan, yo me iría a Estados Unidos al terminar el secundario. Los ataques del 11 de Septiembre dificultaron la situación,  ya que resultaba mucho más complicado conseguir visa para entrar a Norteamérica. Sin embargo, podría haberlo intentado. Con esfuerzo, podría haber logrado reunirme con mi madre. Pero me acobardé.
Mi tía Betty siempre me decía que, de mudarme a Estados Unidos, terminaría “sirviendo hamburguesas” por el resto de mi vida. Según ella, una latina jamás conseguiría un trabajo importante en aquél país, porque enfrentaría discriminación. El tener trabajos insignificantes, y no ser nadie, por los siguientes cincuenta años me resultó aterrador.
Decidí quedarme e ingresar a la universidad. Pero ¿Qué estudiar?
Me tome un año sabático, en el 2002, mientras decidía que hacer con mi vida. Miraba doce horas de televisión diaria y me reunía con mis amigas. También estudié inglés e hice un curso de auxiliar de jardín maternal.
Ahí comenzó mi amor por la lengua de Shakespeare. ¿Sería profesora de inglés? Descarté esa idea rápidamente, ya que nunca me gustó la enseñanza. ¿Sería maestra de jardín? Siempre tuve debilidad por los niños, pero la idea de tratar con 20 al mismo tiempo me pareció abrumadora.
Finalmente, tomé una decisión: sería periodista gráfica. Me gustaba la idea de investigar y escribir. En aquél entonces, podía estudiarse periodismo en el instituto Ieres, o periodismo deportivo en DeporTea. Pero el deporte no me gusta. Además, deseaba obtener una Licenciatura. No me conformaba un título terciario. Por tanto, decidí estudiar Licenciatura en Comunicación Social. ¿Dónde? En la Universidad FASTA, de Mar del Plata.
Terminé profundamente decepcionada.
La carrera era perfecta para mí. Me permitía adquirir un conocimiento básico de una variedad de temas interesantes. Pero el nivel académico de FASTA es mediocre, y la universidad no produjo los resultados que yo esperaba.
Recibí el primer golpe durante mi segundo año. Cursé la materia “Géneros Informativos”, la cual me encantó y confirmo que el periodismo era la profesión para mí. Sin embargo, durante una clase, la profesora, Romina, dijo que invitaría a dos alumnos a una cena importante, con periodistas del diario “La Capital”. Yo fui ignorada. Invitó a un joven, a quien llamaré Juan. Él era muy capaz, pero yo también. ¿La diferencia? Romina tenía afinidad personal con él. Le caía bien. Era más carismático. Ella nunca se molestó en conocerme.
En Argentina, la amistad y el carisma son mucho más importantes que la capacidad y las ganas, a la hora de conseguir trabajo.  Además, en todo el mundo, la gente de baja estatura no es respetada. Se nos considera insignificantes.
Juan fue a la cena y conoció a todos los periodistas de La Capital. Cuando el diario ofreció pasantías, ¿A quién creen que eligieron? ¿A mí? ¿O al pibe simpático con quien compartieron una cena?
Él obtuvo el puesto. Adquirió la experiencia y los contactos que lo llevaron a trabajar para un diario mucho mejor.
¿Yo? Sufrí un golpe a mi ego, una desilusión de la cual nunca me recuperé por completo.  
Durante mis años de estudio, me postulé para varias pasantías. Fui ignorada cada vez.
En el tercer año, la única amiga que tenía en FASTA dejó de hablarme, dijo que simplemente no me quería.
Cuando, al tiempo, desaprobé un examen final por segunda vez, caí en un pozo depresivo. Se trataba de la materia más difícil de toda la carrera. La mayoría de los alumnos fallan en el examen final, al menos una vez. Pero yo me sentí desalentada.
Fue entonces que abandone la universidad por primera vez, y tomé un trabajo de vendedora en un stand de ropa.
Al año siguiente, decidí estudiar realización de cine. Muy pronto, me di cuenta que esa profesión no era para mí. Adoro las películas, pero no hacerlas.  El cuatrimestre que pasé en el instituto Bristol, estudiando cine, me sirvió para cono conocerme un poquito más.
Convencida de que el periodismo era mi vocación, decidí darle a FASTA una segunda oportunidad. Con renovado entusiasmo, aprobé varios exámenes y perdí quince kilos.
A finales del 2008, a los 24 años, logré lo que soñaba desde los dieciocho. Entré en un programa para trabajar en Estados Unidos. Pasé cuatro meses fantásticos, aunque llenos de desafíos, trabajando en Colorado. Culminé la experiencia con un mes inolvidable en Nueva Jersey, visitando Nueva York, Philadelfia y Washington DC.
No obstante, regresar fue horrible. Volví a hundirme en el profundo océano de la depresión, sin lograr ver orilla alguna.  
Después de haber visto la Universidad de Princeton, estudiar en FASTA hizo que me sintiera insignificante, como una hoja en un bosque.
Tras haber saboreado la libertad, vivir con mi madre me resultó insoportable. Ella no dejaba de recordarme, que mi amiga Valeria, y su prima, regresaron con grandes sumas de dinero tras trabajar en USA.
Lo peor fue que FASTA continuó  tratándome como un saco de boxeo.
El profesor de una materia en la cual sobresalí, deseaba que yo fuera su ayudante de cátedra. Habría obtenido descuentos en la cuota de la universidad y experiencia profesional, con aquél trabajo. Me sentí muy ilusionada. No obstante, el encargado de otorgar pasantías, dijo que no.  
Siempre me pregunté si él fue quien boicoteó mis otras oportunidades de obtener pasantías. Me resultó muy extraño que, tras años de postularme para ser pasante en diversas empresas, nunca me hayan contratado. Todos mis compañeros de universidad, todos, obtuvieron alguna pasantía en determinado momento.
Caemos nuevamente en el tema de las afinidades personales. Al no ser yo una persona carismática, carezco de amigos con posibilidades de ayudarme.
Una vez, recurrí a otro profesor de FASTA, encargado de los programas que ofrecía la universidad para estudiar en el extranjero, llamado Frank. Yo deseaba estudiar en Estados Unidos, pero no sabía cómo lograrlo, necesitaba orientación. Él me dijo que yo nunca podría estudiar en Estados Unidos, pues el nivel de esas universidades es demasiado elevado para mí, y es muy difícil ingresar. Sugirió que vaya a estudiar a Perú o México.
Su idea no me interesó. Dejé su oficina con el corazón destrozado.
Pasé por otra larga época de profunda decepción, en la cual descuidé mis estudios. Apenas podía levantarme de la cama. Me parecía inútil estudiar, si nunca podría lograr mi sueño. Todo se tiñó de negro.
Nunca me costó aprender los contenidos de las materias, ya que el nivel de FASTA es muy bajo y nunca me faltó inteligencia, pero mis pensamientos negativos se interponían en mi camino.
¿De qué me serviría el título, si no podría seguir estudiando donde yo quería? ¿Para qué recibirme, si nadie valoraba mis logros? ¿Para qué explotar mi inteligencia, si el mundo solo se interesa por el exterior? ¿Me contrataría alguien sabiendo que me recibí de una universidad de bajo nivel académico?  
Con todo, intenté luchar contra la depresión y completar mis estudios. Yo fui criada con la idea de que una persona no puede “ser alguien” en la vida sin un título universitario. Pensé que, incluso un diploma de una mala universidad, era mejor que nada.
Cambié de terapeuta, y ajustaron mi medicación.
Finalmente, logré recibirme. Me convertí en Licenciada en Comunicación Social. Aunque los años de depresión hicieron que mi promedió fuera bajo, tenía un título universitario.  
Sin embargo, no lograba insertarme en el mundo laboral.
Hice todo lo posible. Hablé con todos mis conocidos, repartí curriculums, y envié cientos por internet, me inscribí en varias páginas de búsqueda de empleo. Incluso baje mis estándares, ya no buscaba empleo en los medios, comencé a buscar trabajo de lo que fuera.   Casas de ropa, negocios… nada.
Me llamaron de un bazar para que trabajar 12 horas diarias, por el salario mínimo, y en negro. Me contrataron para vender cursos… 2 horas diarias, por 3000 pesos mensuales, también en negro.
Me sentía descorazonada. Confié en la universidad, y en mi país. Me quedé porque creía que aquí podría obtener un buen trabajo.
¿Debería haberme mudado a Buenos Aires y estudiar en la UBA? Por mucho tiempo, creí que sí. Entonces, intenté hacer una maestría en la Universidad de La Plata. Pero aprendí a la manera a la manera difícil que las carrera de comunicación y periodismo en las universidades estatales están demasiado contaminadas por el gobierno. Solo te enseñan mentiras, y las ideas opuestas no son bienvenidas.
Debería haber luchado más duro para cumplir mi sueño de estudiar e Estados Unidos. Frank me dijo que era imposible. ¿Por qué lo escuché? Él no sabía nada de mí, pero me declaró demasiado insignificante para estudiar en USA.
Nunca mencionó, por ejemplo, las becas Funiber, que yo podría haber obtenido si me hubiera esforzado. Cuando las descubrí por mi cuenta, ya era demasiado tarde.
Tampoco dijo nada de los cursos de verano que ofrece la Universidad de Nueva York. Me enteré de ellos por mi cuenta, y pude hacer un taller de escritura en escritura allí, durante dos semanas. No fue imposible para mí.
Ahora, voy a mudarme a Inglaterra, donde podré trabajar, vivir por mi cuenta. Ser libre. Como no pude lograrlo donde vivo, busqué otra manera. Ansió alejarme, volver a empezar, y conocer el mundo.
¿Quién puede decir lo que ocurrirá?

Hay una lección que aprender en todo esto: la gente siempre va a intentar derribarte, y poner piedras en tu camino. No hay que escuchar a nadie que diga que tus sueños son demasiado grandes para vos. Lo difícil lleva tiempo, lo imposible solo tarda un poco más. 
Los errores son, tan solo, desvíos en el camino, un camino que lleva a donde debés estar.

lunes, 17 de agosto de 2015

Maquillaje y aros

Por siglos, las mujeres fueros tratadas como adornos. Nuestra única función era deleitar la vista. La prioridad era la apariencia. En muchos sentidos, hemos evolucionado. Podemos votar, y ya no estamos obligadas a quedarnos en casa a criar hijos. Pero la obsesión con la imagen de la mujer continua.
“¡Conmigo así no salís!”, exclamó mi madre, cuando nos encontrábamos a punto de dejar mi casa para ir a comprar los anteojos nuevos que preciso. Yo necesitaba ir con ella o, que me diera  el dinero necesario.
No era la primera vez que se rehusaba a ser vista conmigo en público. ¿Lo hizo porque yo estaba usando ropa sucia o rota? No. Mi ropa se encontraba impecable. ¿Mis cabellos se encontraban despeinados? Tampoco. ¿Vestía yo como una prostituta barata? Menos. 
El problema era que yo no estaba maquillada, ni usaba aros. Para mi madre, eso es motivo de profunda vergüenza. Dice que “doy lastima” cuando me muestro como soy, sin artificios.
Desea que me maquille incluso cuando estoy en mi casa, porque tiene su salón de Uñas Esculpidas allí. Me observan cientos de clientas. La mortifica que me vean sin maquillaje.  Los aros y los cosméticos son su respuesta para todo. Cuando me quejo de que no tengo novio, ella dice que es porque no me “produzco”. Si lloro por estar desempleada: “Es que nunca te arreglás”.
Cuando tenía doce años, todos mis compañeros de clase decían que yo era un adefesio. Entonces, intenté  mejorar mi apariencia con maquillaje. Mi madre quiso disuadirme diciendo: “las casas se pintan cuando son viejas”.  Es decir que, ahora, soy vieja. ¿No?
¿La cara que Dios me dio debe, necesariamente, ser cubierta con pintura para evitar causar repulsión a otros? Mi madre parece creer eso. Piensa que verme sin maquillaje es un motivo válido para rechazarme, mientras que, si lo usara, yo sería amada por todos…. ¿Por cuánto tiempo?
A veces, ocurre que un hombre conoce, bajo el manto de la noche, una joven que parece una diosa. Pero, huyen despavoridos al verla al día siguiente, au naturel. Se sienten tan traicionados como un perro al que le dijeron “¿Vamos a la plaza?” antes de llevarlo al veterinario. Por eso, hay mujeres que, al comenzar una relación, se levantan media hora antes que sus novios, para maquillarse y peinarse antes de que él despierte. Todo sea por mantener la treta el mayor tiempo posible. ¡Una locura!
¿Qué sentido tiene?
Mis ojos  siguen siendo marrones y saltones, aunque use mascara, delineador y sombra. Tendría que comprar lentes de contacto para cambiar el color, pero sería un gran engaño.
Los lunares en mi cara podrían disimularse, pero seguirían estando allí, se verían. Los más espantosos, tuvo que quitármelos un cirujano plástico.
Mis eternas ojeras se notan, aunque utilice mucho corrector.
Durante mucho tiempo, usé unas zapatillas de plataforma, para disimular mi baja estatura. Mi tía Raquel las llamaba “los tractores”, por su enorme tamaño. Pero yo seguía midiendo 1,53, aunque pareciera de 1,60…. Y, tarde o temprano, tenía que bajarme.
De niña, podía cubrir mi oreja deforme (la derecha) con el cabello, pero esta no se corrigió hasta que pasé por una dolorosa cirugía estética. Con todo, no quedó del todo bien (mi madre dijo una vez que el cirujano “hizo un desastre”), aunque mejoró bastante.
Cuando mi pecho era plano, intenté rellenar mi corpiño.  Pero aquello causó más problemas de los que evitó. Varios años después, mis pechos crecieron en exceso, y desparejos. Ningún corpiño disimulaba el defecto. Sólo una cirugía plástica pudo solucionar el problema. (Quedé conforme con el resultado, aunque mi madre diga que tengo los pechos por el piso).
En definitiva, el maquillaje y los accesorios no cambian lo que uno es.
Incluso usando cosméticos, mis compañeros se burlaban de mí. Fui a bailar todos los sábados, con ropa provocativa y pintada como una prostituta. Pero ningún chico deseaba ser mi novio. Durante años, asistí a mis clases de Inglés, y a la universidad, usando maquillaje y aros. No obstante, fui rechazada por todos los hombres.
Eventualmente, me di cuenta que, para ser fea igual, mejor no perder tiempo ni energía con tanto artificio.
Me niego a ser de esas mujeres que se maquillan para ir al gimnasio o al supermercado.
Actualmente, solo me maquillo, ligeramente, en ciertas ocasiones: si tengo una entrevista, o para ir al trabajo (cuando consigo), o si voy a alguna fiesta. Es decir, cuando a mí me interesa maquillarme.  Estoy lista en menos de diez minutos.
Pero si voy a pasar el día escribiendo, o si me quedo un sábado a la noche en mi casa, viendo Game of Thrones con Belén, no me voy a producir. Lo más probable es que me ponga el piyama antes de las 7.30 PM. Tampoco uso maquillaje para ir de compras, a terapia, o a mi taller de escritura.
No debería ser humillada por ello.
“¿Y si te cruzás con un conocido?”, pregunta mi madre, horrorizada. ¡Dios nos libre de que alguien me vea sin maquillaje! ¡Que espanto!
Cuando te dicen, constantemente, durante años, que tu apariencia natural es horrible, resulta muy difícil no creerlo.
Me resulta muy difícil callar su voz, y ser yo misma. Lucho día a día para aceptarme tal cual soy. Como dijo una vez mi heroína: “Cuando alguien te critica, ten en cuenta que, lo que otros dicen de ti, tiene más que ver con ellos que contigo”.
Mi madre me anula porque necesita controlarme. Le urge dominar. No me ve como un individuo, sino como una parte de sí misma. Aunque pasé los treinta, me considera una muñeca, a la cual puede vestir, peinar y maquillar como le plazca.
Su obsesión por controlarme llega a extremos increíbles. Una vez que salimos a almorzar, yo quería comer una hamburguesa y papas fritas. Ella detesta que yo coma eso, por lo que amenazó con levantarse de la mesa e irse. La hubiera dejado partir, pero yo necesitaba que pagara el almuerzo, lo cual me resultó humillante. 
Siempre que me peino o visto de una manera que le disgusta, me agrede. Dice cosas tan horribles sobre mi apariencia, que termina destruyendo la poca autoconfianza que tengo. ¿De verdad tengo un gusto tan espantoso? ¿Acaso todas mis decisiones son equivocadas? Aniquilando mi autoestima, y al desvalorizar todas mis elecciones (de ropa, look, comida, amistades, etc…), logró lo que siempre quiso: que yo dependiera de ella hasta los treinta años. 

Lo peor de todo es que yo se lo permití, durante demasiado tiempo. 

martes, 11 de agosto de 2015

¿Ineptitud social?


El 20 de Julio, en Argentina, se celebra el día del amigo. Un día en la cual los restaurantes son desbordados. Salir a cenar sin reserva resulta ser una misión cuasi-kamikaze.

Se eligió dicha fecha para conmemorar la llegada del hombre a la luna. Aunque el primero en caminar sobre ella fue un norteamericano, aquél día fue emocionante para la humanidad entera. Solo sesenta años después de inventar el aeroplano, el hombre lograba caminar sobre la luna. La humanidad entera observó aquel momento en sus televisores. Todos unidos, celebrando el mismo logro.

Es un día para celebrar la amistad, y el afecto.

¿Qué ocurre cuando no contás con gente que celebre con vos?

Un estudio neuro-cognitivo en mujeres con Síndrome de Turner, como yo, muestra deficiencias cognitivas sociales. Un 5% de las mujeres con ST son autistas, mientras que un 25% tiene Trastornos de Espectro Autista, lo cual significa que muestran signos leves de autismo, sin llegar a serlo. Las personas con TEA tienen problemas significativos de socialización, comunicación y conducta, ya que procesan la información en su cerebro de manera distinta a los demás.

Muchas chicas con ST se quejan de las dificultades que tienen para socializar.

De pequeña, tuve muchos amigos. A mis fiestas de cumpleaños siempre asistían todos mis compañeros del Jesús Redentor, más mis amigos de la colonia de vacaciones.

Algunos chicos venían a mi casa a hacer deberes, o a jugar videojuegos. La verdad es que nunca volví a tener verdaderos amigos varones, como los de aquella época.

En cuarto grado, cambié de colegio, y mi vida se arruinó. Desde aquel momento, hasta que cumplí diecisiete años, sólo tuve una amiga, a quien llamaré Valeria. Ella vivía rodeada de cientos de amigas. Cuando llegaba el 20 de julio, nos reuníamos para festejar el día juntas. No obstante, ella, siendo tan popular, tenía demasiados compromisos sociales y no contaba con demasiado tiempo para mí. Muchas veces, debimos celebrar nuestra amistad, e intercambiar regalos, en otra fecha. Por lo que yo quedaba sola y deprimida.

Para ser justos, Valeria intentó varias veces integrarme a su grupo de amistades. Pero yo nunca hice un esfuerzo para mezclarme con su gente. Pero nunca me sentí cómoda con ese grupo. Yo siempre fui alguien “de afuera”, cuatro años mayor, mientras que ellas compartían todas las jornadas escolares y tenían más cosas en común.

Mi gran anhelo era ser amiga de mis propios compañeros de colegio, quienes se comportaban de manera espantosa conmigo. Me decían cosas como “deforme” y “bicho feo”. Incluso aquellas chicas que no eran malas, tampoco llegaban a convertirse en verdaderas amigas mías.

Yo no sabía el motivo de mi soledad. Mi madre no fue de ayuda en este sentido. Siempre repetía que si yo no cambiaba “todos te van a ralear”, “todos se burlan de vos, sos un arlequín” (ella tiene por costumbre usar palabras que nadie jamás utiliza).

Ser siempre “la nueva” (fui a cinco colegios seguidos), solo empeoro la situación.

En séptimo grado, comencé a ir al colegio Carlos Tejedor. Una compañera judía celebró su Bat Mitzvah, y yo fui la única no invitada. Varios días después, una profesora dedicó la hora de clase a ver el video de la fiesta. Yo tuve que observar como todos habían pasado una gran noche, menos yo.

Fue una agonía cuando, años más tarde, todas mis compañeras cumplieron 15 años. Repartían las invitaciones, pero yo nunca recibía una. Por supuesto, mi madre me culpó a mí, a mis ataques de llanto. Dijo varias veces “Nadie te invita porque tienen miedo que les arruines la fiesta”.

La profesora de Ciencias Naturales fue la única que sintió lástima de mí. Al año siguiente, dijo a sus nuevas alumnas: “Si no van a invitar a todos a la fiesta de quince, no traigan las invitaciones a la escuela. El año pasado había una alumna que sufría mucho cuando no la invitaban”. Me enteré de ello cuando fui amiga, por breve tiempo, de dos alumnos un año menores que yo: Germán y su melliza Karen. Dicha amistad finalizó abruptamente cuando se enteraron que yo sentía atracción por Germán, lo cual provocó que todo su círculo se burlara cruelmente de mí. Como el resto de los chicos, él me consideraba fea.

Cuando llegó el momento de mi fiesta de quince, elegí viajar a Disney con mi tía Betty, en lugar de hacer una gran fiesta. Cuando regresé del viaje, mi madre preparó una sencilla celebración en mi honor. Solo asistieron cinco jóvenes amigos míos, incluyendo a Valeria, dos de sus hermanos y mi actual amiga Belén. El resto de los invitados fueron familiares y amigos de mi madre. En total, fueron a mi fiesta 32 personas.

De todos modos, a mí no me interesaba una gran fiesta, con 150 personas y un DJ. Viajar a Disney resultó ser mucho más gratificante, y uno de los momentos más felices de mi vida. Soñaba con ir allí desde los cinco años. Lo que me dolió, fue saber que aunque hubiera querido un festejo extravagante, no habría tenido a quien invitar.

No supe lo que era una verdadera fiesta de quinceañera hasta que Valeria, y otra vecina nuestra, cumplieron esa edad.

En octavo grado logré formar amistades con dos chicas buenas, quienes también eran martirizadas y rechazadas por ser obesas. Una de ellas vivía en la extrema pobreza, y era golpeada por su madre, quien la usaba de niñera para sus hijos menores.

Nunca voy a olvidar que, tras conocerlas, mi madre dijo: “A vos siempre se te pega lo peor de la escuela”. Me hizo sentir que los pocos que se acercaban a mí era gente sin valor, inferior. No obstante, continué mi amistad con las jóvenes rechazadas, hasta que finalizamos la escuela primaria.

Comencé el secundario llena de ilusiones, en un nuevo colegio. Intenté hacer amigas, pero nunca logré formar lazos duraderos.

El curso estaba dividido en varios subgrupos: Las chicas y chicos que eran los más populares y “cool” del colegio, por un lado. Los jóvenes estudiosos, junto a dos vagos atorrantes, por el otro. Otro conjunto era compuesto por las gemelas Benitez y la mejor amiga de ambas. Dalia y su mejor amiga, Ana, permanecían separadas del resto, ajenas a todos. Vivían y dejaban vivir.

Mi gran anhelo era formar parte del grupo “cool”, liderado por una joven a quien llamaré Cristina. Por una breve época, ese grupo fue amable conmigo. Almorzábamos en un cuchitril, al salir de la escuela, mientras esperábamos que fuera el horario de ir al gimnasio. Pero nunca me trataron como parte del grupo. No me llamaban por teléfono para conversar, ni me invitaban a salir con ellas. Una tarde, fuimos a la biblioteca juntas, y me ignoraron. Siendo yo tan sensible, peleamos por ello, y nunca más volvimos a tener una buena relación.

En el último año del secundario, comenzó mi amistad con Dalia. Fue cuando yo me mudé, por un tiempo, con mi tía Betty, al centro de la ciudad.

Dalia vivía en una casa pequeña, en las afueras de Mar del Plata, en el medio de la nada. Comprensiblemente, nunca deseaba regresar a su hogar cuando finalizaran las clases. Ella no tenía nada que hacer allí. Prefería quedarse en el centro, para pasear y juntarse con amigos. Yo la invité a almorzar a la casa de mi tía, ella vino todos los días durante dos años. Yo solía bromear diciendo: “La alimenté y nunca más se fue”. Fuimos mejores amigas, como hermanas, durante diez años.

Casi al mismo tiempo, comenzó mi amistad con Laura. La conocí porque ambas éramos fans de la serie Friends, y participábamos de la misma sala de chat. Un día, al descubrir que ambas vivíamos en Mar del Plata, nos reunimos a tomar un café.

Desde aquel momento, Dalia, Laura y yo formamos un grupo de amigas, al cual, eventualmente, se unió Belén.

Yo estaba encantada. Finalmente había encontrado lo que quería, me había convertido en líder de mi propia banda. Por una década, fuimos como las amigas de Sex and The City, pero sin sexo para dos de nosotras, lamentablemente. Creí que nuestra amistad nunca acabaría.

Al mismo tiempo, recibí un duro golpe. Al ingresar a la universidad, hice amistad con una compañera, a quien llamaré Scully. Ambas éramos seguidoras de la serie de televisión, Los Expedientes X. Teníamos en común nuestro amor por ese programa, y la música de Ricardo Arjona. Ella era discapacitada motriz, y necesitaba un bastón para desplazarse. Por todo ello, sentí que era la amiga ideal para mí, ya que comprendía como se siente ser traicionada por el propio cuerpo.

Fuimos muy cercanas durante tres años. Cuando comencé mi tercer año de universidad, Scully rompió toda relación conmigo. Dijo que yo nunca le había caído bien. Se quejó de mi costumbre de cambiar los planes a último momento. En aquella época, planificábamos salir a bailar toda la noche, hasta la salida del sol, pero al llegar la medianoche yo me sentía cansada y sin ánimos de salir, por lo cual decidía regresar a mi casa temprano. No comprendió que yo sufría de depresión y ansiedad social, me costaba controlar mi impulso de meterme en la cama.

Prometí cambiar, pero fue inútil. Jamás me dio una segunda oportunidad, lo cual habla volúmenes de lo poco que yo significaba para ella.

Una vez más, me encontraba sintiendo afecto por alguien que no me valoraba, en absoluto. Me sumergí más en la depresión, lo cual llevó a que dejara la universidad por primera vez.

Sin embargo, contaba con Dalia, Laura y Belén. Las tres eran mis pilares. La consideraba mis hermanas del alma.

Me estaba engañando a mí misma.

Sólo Belén me aprecia de verdad. La realidad era que ni Dalia, ni Laura, me querían tanto como yo las adoraba a ellas. Para ellas, yo era solo alguien con quien pasaban el tiempo. Mi mamá siempre me decía que mi amistad con ellas era superficial, como mucho. Comprobé, a la manera difícil, que tenía razón.

Ninguna de las dos se presentó al entierro de mi padre. Asistieron todos los amigos de mi tía Betty y mi madre, pero solo una de mis mejores amigas. Para ser justas, Laura había pasado por una tragedia familia, y un funeral le resultaba traumático. La comprendí. Y Verónica se encontraba en el exterior. Pero Dalia debió haber estado allí. Seguí saliendo con ella, pero nunca la perdoné del todo. Fue el comienzo del fin.

Poco a poco, descubrí lo sola que me encontraba.

Cuando cumplí los treinta años, el grupo se encontró reducido a la mitad.

Solo Belén y yo permanecemos unidas, reuniéndonos cada fin de semana para devorar pizza y mirar películas o series de televisión. Para mucha gente, es patético pasar el sábado a la noche mirando TV, pero ella y yo disfrutamos sumergiéndonos en la vida de personajes como Dexter Morgan, Walter White, Tony Soprano, y los habitantes del universo imaginario de Game of Thrones.

Por supuesto, tenemos nuestros desacuerdos. Yo me avergüenzo de mi falta de vida sexual e independencia económica, ella acepta que su vida es diferente de la vida de otras mujeres adultas. Pero rara vez peleamos.

No obstante, ninguna persona puede sobrevivir en este mundo con una única compinche. Por lo cual, intenté hacer más amigos.

Había un grupo de personas de la universidad que me caían bien. Inteligentes, amables. Me invitaron a salir con ellos un par de veces, y vinieron a mi casa una noche, pero eso fue todo. No volvieron a invitarme a ningún lado.

Un chico esa banda, Cesar, viajó conmigo a Colorado, para trabajar allí, pero pasó la mayor parte del tiempo con un grupo de jóvenes que conoció gracias la aventura. Mientras que sus amigos de universidad me caían bien, los compañeros de viaje de Cesar me resultaron desagradables. Hombres demasiado inmaduros y superficiales, con chicas que parecían fáciles y consentidas. Me sentí fuera de lugar.

En mi último año de universidad, conocí a dos chicas muy simpáticas, con las cuales compartí clases, y tuvimos que realizar trabajos en equipo. Pero eran personas totalmente diferentes de mí. Salían a beber cada fin de semana hasta vomitar. Esa no soy yo.

Intenté ser amiga de otra joven, que parecía agradable, madura e inteligente. Sin embargo, me rechazó cuando la invité a tomar un café.

Me ocurrió lo mismo con una mujer cuarentona que conocí en un taller de escritura. Por una casualidad, fue mi profesora de inglés en séptimo grado. Me caía realmente bien. Tomamos café un par de veces, pero, por motivos que desconozco, nunca quiso volver a verme. Me sentí herida.

Nunca pude comprender por qué la gente me desprecia tanto.

Mi terapista dice que, a veces, mis expresiones faciales causan rechazo. Sin desearlo, frunzo el ceño o pongo los ojos en blanco por un segundo, transmitiendo desdén. No es mi intención. Lo hago incluso cuando me agrada la persona con quien estoy hablando.

Creo que se debe al Trastorno de Espectro Autista y a mi depresión, que suele provocar el Síndrome de Turner.

O, tal vez, se deba al trauma provocado por años de bullying. Fui herida por tantas personas, que, de forma inconsciente, levanto una pared para evitar conectarme con otras personas.

Suelo crear lazos de amistad únicamente con personas a las cuales solo conozco mediante internet. Como mi amigo de Chile, con quien intercambiamos largos e-emails sinceros durante años. O mis queridas amigas de Escocia y Utah, con quienes solíamos chatear durante horas. O mi amigo de Colorado. O las guerreras con ST anglosajonas del grupo de Facebook del cual participo. Mis ciber-amistades significan para mi tanto como las personas que conozco en persona. Me resulta fácil relacionarme con ellas.

Me cuesta comprender. Sé que tengo mucho por mejorar. Pero, ¿De verdad soy un ser tan despreciable, que causa rechazo en las personas? Pasé toda mi vida preguntándome ¿por qué todos me odian?

Una de mis ciber-amigas con ST hizo una pregunta muy interesante: “¿Quién tiene problemas para socializar, la persona auténtica, o la persona que dice a otros que no sean quiénes son?”

jueves, 2 de julio de 2015

Botón de Rebobinado

COMPARTO UN RELATO BREVE, FICTICIO, QUE ESCRIBÍ.  
Salió finalista del  “I CERTAMEN MUNDIAL EXCELENCIA LITERARIA”. 

Será publicado una una antología  por la editorial M.P. Literary Edition, U.S.

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Botón de Rebobinado

Salgo de la cama sin nada de ganas. Dormí apenas unas tres horas plagadas de pesadillas. Hace ya una semana que el sueño no es mi amigo. Siento inmediatamente las, ahora, familiares nauseas. Corro al baño, donde arrojo mi cena, junto a  mi desesperación y la soledad. Sobre todo la soledad. Me lavo y me miro al espejo. Estoy pálida. Demasiado pálida. Tengo unas espantosas ojeras púrpura. 
Son las 6.30 y telefoneo a mi amiga porque sé que ya se levantó.
-¿Podés ayudarme a deshacer mi último error?-
Hace dos meses festejé mi cumpleaños en un bar. “Hoy y nunca más”, dije mientras empuñaba mi cuarto trago. “Dieciocho años no se cumplen todos los días”. Cuatro horas y seis tragos después, lo conocí a él. Casi sin darme cuenta, abandonamos el bar juntos.    
Ahora mi amiga me contacta con unas personas sin nombre que ofrecen una salida ilegal. Los encontramos en el medio de la noche para ocultarnos en la oscuridad. Luego de que el dinero cambie de manos, nos suben a una pequeña camioneta con los ojos vendados. No podemos ver dónde queda el sombrío lugar donde ocurren a diario tantas muertes sangrientas.
El miedo comienza a apoderarse de mí.
Dentro del lugar, se nos permite ver. Nos encontramos en el living de una pequeña casa viejísima y sucia. La humedad y una gran telaraña invaden los techos mientras que el polvo de apodera de los muebles. Es lo mejor que pude pagar.
Veo  una parejita joven, no parecen haber pasado los quince años. Parecen ser los estudiosos del colegio.  Junto a ellos hay otra adolescente, tan hermosa como asustada. La acompaña su madre de apariencia severa. Me recuerda a la directora de mi escuela.
Todos llegamos a esa terrorífica casa buscando desesperadamente el botón de rebobinado. Pero somos como trenes marchando sobre las vías que los llevan a sus destinos finales. No se puede ir hacia atrás ni saltearse las paradas, que fueron planeadas por un poder superior, con misteriosos motivos.
La vida sólo me permite sentarme en la bañera con la ducha abierta, acunar mi cabeza entre mis manos y llorar como una niña mientras sangro un río rojo.

Me dirijo a la siguiente parada con una nueva piedra en la valija que jamás podré abandonar. No importa cuanto lo intente. 

Autora: Lara García Costanzo 

miércoles, 24 de junio de 2015

Odiosas Etiquetas


Recientemente, tuve una fea discusión con algunas madres de niñas con Síndrome de Turner. La pelea virtual giró alrededor de la palabra “discapacidad”. ¿Es el ST una discapacidad? Ellas dicen que sí. Yo sostengo lo contrario.

Me acusaron de discriminar a los discapacitados por afirmar que yo no lo soy. Es absurdo. Tengo una prima con una discapacidad severa, y mi padre sufrió un ACV en el 99 que lo dejó discapacitado motriz. Me hizo más consciente de lo que sufren las personas con discapacidades y sus familias. También me enseñó que es una discapacidad, y que no lo es. Decir que yo no lo soy, no significa faltar el respeto de quienes lo son. Cuando digo “No soy católica”, nadie dice que estoy discriminando u ofendiendo a la gente de dicha religión.

Aclaro que el ST no es una discapacidad, porque como Licenciada en Comunicación Social y aspirante a periodista, tengo el deber moral de educar a la población. Además, si las madres, o las mismas chicas, van por la vida afirmando que el ST es una discapacidad, alguna gente ignorante puede llegar a malinterpretarlo. El prejuicio de la gente obtusa puede costarnos un trabajo, o convertirnos en víctimas del bullying. (Todavía me pregunto si mis compañeros de escuela eran tan horribles conmigo porque alguien les dijo que tengo un defecto genético).

La Argentina no es una sociedad avanzada del primer mundo, aunque muchos quieran creer que sí.

La Asociación de Síndrome de Turner de Estados Unidos, aclara que el ST en sí mismo no es una discapacidad. Sin embargo, algunos problemas relacionados con el síndrome pueden generar que una mujer afectada por el mismo sea discapacitada. Algunas pueden perder por completo la audición, sufrir un trastorno de Aprendizaje No Verbal, o tener cierto grado de autismo, o algún problema cardíaco o de huesos serio que impida el desarrollo normal de las actividades diarias. SOLO en esos casos, la persona con ST puede considerarse discapacitada.

En Estados Unidos, las mujeres con TS, sin dichos problemas graves, no son etiquetadas como discapacitadas. Igualmente, si quisiéramos competir en la Olimpiadas Especiales, no seríamos aceptadas. Aunque se tiene en cuenta el ST como causa de discapacidad.

La ley argentina, no obstante, incluye el ST en la lista de discapacidades. Es un error, cometido por practicidad. Para proporcionar ayuda a las mujeres con ST, en lugar de buscar una categoría más apropiada, se nos etiquetó como discapacitadas.

Yo nunca saqué el carnet de discapacidad, pues no necesité las ventajas que proporciona. Siempre conté, gracias a la tenacidad de mi madre, con las hormonas de crecimiento gratis, y pasajes de micro sin costo para ir a buscarlas. Toda mi vida tuve cobertura médica.

Sin embargo, hay muchas personas que necesitan el carnet. Tengamos en cuenta que muchas chicas viven en pueblos del interior, con atención médica deficiente, y precisan viajar regularmente para tratarse. Solo obteniendo el carnet pueden trasladarse gratuitamente.

Respeto a quien lo necesita. Todos merecemos tener la mejor atención médica disponible. Pero hay que considerar el carnet como una herramienta, no una realidad. Hay que utilizarlo, sin creérselo.

Me preocupa que algunas madres de niñas con ST piensen que sus hijas son, de hecho, discapacitadas. Toman el carnet en serio.

Cuando les dije que no es así, una respondió “Pero tienen una incapacidad para crecer solitas” (Por cierto, me pareció muy condescendiente el uso del diminutivo). Es verdad que necesitamos hormonas de crecimiento para crecer y fortalecer la musculatura. Pero necesitar una medicación no significa que la persona sea discapacitada. Si así lo fuera, una persona que tome pastillas para regular la presión arterial debería ser etiquetada como discapacitada, ya que tiene “Una incapacidad para regular su presión solita”.

Otra madre, y esto es lo que más me indignó, dijo que somos discapacitadas porque no podemos quedar embarazadas de manera natural.

De acuerdo con la definición oficial de discapacidad, “La discapacidad es aquella condición bajo la cual ciertas personas presentan alguna deficiencia física, mental, intelectual o sensorial que a largo plazo afectan la forma de interactuar y participar plenamente en la sociedad”.

Decir que una mujer infértil no participa “plenamente de la sociedad” es un insulto para quienes fueron madres mediante adopción. Además, relacionar una vida plena con el sacar un bebé de tu cuerpo, es una cachetada a las mujeres que eligen ser child-free. Decidir no tener hijos es una tendencia en alza, especialmente entre mujeres con alto nivel educativo, y carreras exitosas. Etiquetarlas como “discapacitadas” suena absurdo, hasta risible.

Inquietada por este asunto, consulté a las chicas de un grupo Inglés-parlante de Facebook para mujeres con ST, del cual participo regularmente. Todas concuerdan con que el ST no es una discapacidad, pero puede llegar a causar una, en casos extremos.

Rescato lo dicho por una joven con ST del grupo, quien es oceanógrafa e integra una orquesta. Ella considera que caratular el Síndrome de Turner como discapacidad sería “Faltar el respeto a quienes luchan de verdad”.

Comprendo perfectamente lo que quiso decir. Hay gente que no puede escuchar, ver o caminar. Personas sin piernas o brazos. Gente como mi prima, que no razona, ni habla, ni camina, no come o se baña sola. Hombres y mujeres con retraso mental, autismo severo o esclerosis lateral amiotrófica, por nombrar algunos ejemplos.

¿Realmente podemos decir que nosotras luchamos igual que esa gente?

¿Pueden nuestras madres afirmar que luchan exactamente como, por ejemplo, los padres de un niño autista? ¿De una mujer con síndrome de Down? ¿De alguien que necesita escuelas especiales o, en el peor de los casos, ser internado en una institución?

No niego que el Síndrome de Turner es una lucha constante. Tenemos muchos desafíos que enfrentar. En mi caso, el síndrome trajo una batalla ardua contra la depresión, y dificultades para relacionarme socialmente. En mis horas más oscuras, no me considero más afortunada que una persona privada de los sentidos, o con las capacidades intelectuales disminuidas. Muchas veces me sentí discapacitada.

Pero, la realidad, es que tengo un título universitario y hablo dos idiomas. Puedo ver. Aunque perdí la audición de un oído, escucho con el otro y me comunico normalmente. Camino, corro y salto. Jugué al tenis, fui a nadar y anduve a caballo un par de veces. Terminé una novela. Viví sola durante cinco meses. Hice un curso en el exterior durante tres semanas.

Actualmente no tengo trabajo y debo vivir con mi vieja, pero eso tiene que ver con las limitaciones de la ciudad donde estoy, y no con mis capacidades. Algún día cercano, voy a poder valerme completamente por mi misma. Hay personas con discapacidades severas que no pueden decir lo mismo.

Pero también existe gente etiquetada como discapacitada, cuyas vidas son 100 veces mejores que la mía. Hombres y mujeres a los que les falta un brazo o una pierna, o necesitan muletas permanentes, pero lograron todo lo que deseaban, y no necesitan ayuda. ¿Son discapacitados? (Tomando la definición oficial de discapacidad: incapacidad de llevar una vida plena) Yo no los veo como tales. En esos casos, es claro ver que la etiqueta resulta errónea.

Tal vez, deberíamos ser más cuidadosos a la hora de categorizar a la gente.

miércoles, 3 de junio de 2015

Fucking 30!

Hace algunos años, fui a un seminario dictado por el brillante guionista Robert Mckee, escritor de Casablanca. Quedé maravillada con sus lecciones. Lamenté que la experiencia durara únicamente cuatro días. Compré su libro y, naturalmente, le pedí que lo firmara. Lo dedicó diciendo: “Escribe la verdad”.  Dichas palabras quedaron impresas en mi mente, para siempre.
Esta es la dolorosa verdad: tengo 31 años y solo tuve sexo tres veces. La primera fue una experiencia horrible. Sentí más dolor del que había sentido en toda mi vida. Tenía veinticuatro años. Demasiado grande para ser virgen.
¿Cómo llegue a aquella situación tan peculiar?
A los dieciocho años, comencé a ir a bailar. Hasta entonces, sólo había asistido a unos pocos bailes escolares.  Criada por una madre opresiva; y encontrándome desprovista de amigos, no tuve la oportunidad de salir de noche hasta una edad tardía.
El último año del secundario, una joven, a quien llamaré Dalia, se convirtió en mi mejor amiga. Hasta aquel momento, mi única amiga era una joven cuatro años menor que yo. Salir a bailar con ella no era una opción. En cambio, con Dalia concurríamos cada quince días a un boliche mediocre y antiguo. (Mi propio padre solía beber allí). Rara vez nos retirábamos del lugar antes de la salida del sol.
El antro de perdición”, lo llamaba Dalia. ¡Y de verdad lo era! 
Allí, yo bebía cerveza, aunque no me gustaba el sabor. Y besaba hombres, los cuales eran, en su mayoría, menos atractivos que Hugo Chavez en calzoncillos. Me divertía llevar la cuenta de cuantas lenguas acariciaran la mía. Me enorgullecía “tranzar” (“chapar”, para los viejos) con muchos jóvenes, pues me hacía sentir atractiva. “La noche de los cuatro chicos”, que ahora me mortifica, levantó mi espíritu en aquel momento. 
Dejé de contarla cantidad de sapos besados después del número treinta.
¿Cuál fue el resultado de tal comportamiento desviado?
No logré absolutamente nada.
Esperaba encontrar un príncipe. Iba a aquel boliche lleno de humo, vestida de manera vulgar, en busca de un novio. Nunca sucedió.
Cerca de los veinticinco años me aburrí de tal rutina.
Ahora paso los fines de semana con mi actual mejor amiga, la llamaré Belén, mirando series de televisión norteamericanas; y comiendo pizza como condenada a muerte.
No significa que no nunca veo hombres. Conocí varios en mis clases de inglés y la universidad. También tuve compañeros de trabajo. No resultó.  
En los últimos cinco años besé a un total de dos hombres. ¿O tres?  
Me encuentro en mis 30, y más sola que nunca. Con una única mejor amiga y sin un alma gemela con quien compartir mi cumpleaños.
Gracias a mi independencia, puedo soñar con locuras, como mudarme a Nueva York, o unirme a Reporteros Sin Fronteras. No tengo un hombre que me ate a mi ciudad natal, lo cual es bueno. Sinceramente, no quiero desperdiciar mi vida en esta ciudad chata, donde reina la mediocridad, cuando hay un mundo enorme para ver.     
Pero, de tanto en tanto, las noches son frías y largas. Soy invadida por el deseo dormir en los brazos de alguien y despertar con un hombre a mi lado. Por supuesto, anhelo experimentar un momento de máxima cercanía con un hombre. Imagino que nada debe ser mejor que explorar el cuerpo de otro.
Tal meta podría cumplirla sin quedar atada, por siempre, a esta ciudad que llegué a detestar.
¿Es suficiente?
Hoy en día, ser una mujer soltera no es tan espantoso como lo era en otras épocas. Podemos trabajar de lo que deseemos, ya no necesitamos un hombre que nos mantenga. Y si deseamos tener un hijo, es posible buscar un donante de esperma.
No obstante, la sociedad todavía juzga a las mujeres que, pasados los treinta y cinco, no se han casado.
La tercera década llega cargada de presiones.
Se supone que es la mejor década de la mujer. Es cuando ya sabés quien sos y que querés. Te encontrás bien asentada en una profesión, ganando más dinero que nunca. Se acabó aquello de trabajar por monedas, para adquirir experiencia. Además, ya tenés tu propia familia, o estás muy cerca de ello.   
¿Qué pasa cuando, a los 31, estás soltera y sin trabajo? ¿Qué ocurre cuando tenés que vivir con tu madre y necesitás pedirle dinero para salir con tu amiga, como una adolescente?
Al llegar a los treinta, descubrís que la mayoría de tus conocidos  se encuentran casados y con hijos.
Tengo como amigos en el Facebook a mis ex compañeros de secundario. Los agregué a mis contactos, lo admito, esperando  descubrir que sus vidas desembocaron en un completo desastre, que las mujeres engordaron diez kilos y se llenaron de canas prematuras. En vez de eso, descubrí que la mayoría de ellos se ha casado y tenido hijos. La única gordita fracasada soy yo.
Probablemente las personas que tanto envidié porque se casaron jóvenes terminen divorciados antes de los cuarenta. (Sé que algunos ya lo están, de hecho). Pero no puedo evitar sentir que fallé. ¿Qué está mal conmigo?  
Incluso Dalia encontró pareja. Llegar a los treinta la cambió. Un buen día, despertó y decidió que era momento de “Sentar cabeza”. Se ató de inmediato al primer hombre que encontró. La última vez que la vi planeaba tener un hijo antes de cumplir treinta uno. Porque “Es lo que hacen los adultos”. La misma chica que, cuatro años atrás, evitaba el compromiso como si fuera una enfermedad. Ella parecía feliz con su novio, un pelmazo aburrido. Ambos sentían estar haciendo lo correcto.
La verdad es que, cuando veo las vidas de los otros me siento como una adolescente. No hay nada más difícil sentirte como una adulta cuando tus años de juventud quedaron atrás sin haber experimentado aquellas cosas que la mayoría de las personas da por sentado: el sexo, el amor, una carrera, el matrimonio y la maternidad.  
De adolescente, me imaginaba a los treinta casada, exitosa y con hijos. Creía que encontraría a mi alma gemela y mi trabajo de ensueño. Nunca se me ocurrió que mi vida  resultaría de manera distinta.     
Belén es parecida a mí. No tiene ni novio ni trabajo. Pero hay una diferencia fundamental: a ella no le importa ser como una adolescente. Mientras que yo sufro y necesito antidepresivos, ella es perfectamente feliz con su vida. Me desconcierta su falta de preocupación por las experiencias que deberíamos haber vivido a nuestra edad.
Me desconcierta y, al mismo tiempo, me produce admiración. Deseo ser más como ella.
Yo sufro pensando en todas esas personas que ya tenían el mundo a sus manos a mi edad. Leer  las biografías de quienes lograron grandes cosas a los veinticinco me resulta una tortura que debería estar prohibida por la convención de ginebra.
Pero en la vida no existe un botón de rebobinado.
Sólo existe el luchar para alcanzar un futuro por el que valga la pena vivir.
Así que, cargué mi equipaje y me subí (aunque sea con retraso) a ese tren que lleva a la estación llamada Lo Que Quiero Ser. Pero no puedo evitar ser como una niña, preguntando una y otra vez:
                                              Mami, ¿Ya llegamos?  


viernes, 29 de mayo de 2015

Body-shaming

 Sucede cada año, cuando llega la primavera: aquellas mujeres que, en el invierno, no abandonaron el sillón, acuden al gimnasio y siguen una variedad de dietas disparatadas.  ¿Por qué?  Desean bajar peso para evitar “pasar vergüenza” en la playa. Detestan su propia anatomía.
Se dice que una mujer tiene “cuerpo para bikini” cuando su figura no muestra exceso de kilos, estrías, o celulitis. Las mayoría de las mujeres gordas , o se sienten demasiado avergonzadas para siquiera ir a la playa, o utilizan una maya entera.  ¿Deberían sentirse abochornadas?  ¡Claro que no! Pero la sociedad hace que una mujer sin un cuerpo perfecto (¿Y quién dice que es perfecto y que no?) se sienta avergonzada y deprimida.
 Miles de mujeres se someten a riesgosas cirugías estéticas para cumplir con el mandato social. Liposucción, implantes mamarios, liftings, etc…. Yo misma acudí al cirujano plástico, a los veinticuatro años,  para reducir mis pechos. Me avergonzaban profundamente, porque eran gigantes, caídos y desparejos. (Uno era notablemente más grande que el otro. Tal defecto era visible incluso con remera puesta).
Generar que una persona odie su propio cuerpo es algo que los norteamericanos llaman “body-shaming”.
En octavo grado, tuve una compañera que sufría de obesidad. Teníamos buen trato. Un día, la invité a almorzar a mi casa. Sin que nadie me dijera nada, yo supuse que ella estaba a dieta. Imaginé que, una adolescente de su tamaño, desearía perder el peso extra. ¿Cómo podía querer continuar con sobrepeso? Por tanto, pedí a mi madre que prepara un menú bajo en calorías, sin consultar con mi compañera. Resultó ser que yo estaba equivocada. Mi amiga no estaba interesada en perder peso. ¿Por qué asumí lo contrario?
La sociedad espera que las mujeres con sobrepeso se odien a sí mismas, que quieran cambiar. A las personas delgadas les sorprende conocer una mujer obesa con alta autoestima. ¿Por qué? ¿Acaso no deberían amarse?  
Aprendí lo duro que es ser una mujer gorda cuando subí quince kilos a los 22 años. Quince kilos de más, en una mujer que mide 1,53, se hacen notar, y mucho. Parecía un buñuelo. Engordé por un problema de tiroides, el cual se debe a mi síndrome de Turner. Las pastillas que tomo para tratar mi deficiencia hormonal, no ayudaron.  
Fui a la nutricionista y logré bajar el peso extra, en tres meses. Seguí la dieta con una fuerza de voluntad inusitada.  Ejercité una hora diaria. El cirujano arregló el defecto de mis pechos. Al final del 2008, cuando fui a trabajar a Estados Unidos, poseía el cuerpo que sociedad exige a las mujeres.  
Sin embargo, al regresar de mi aventura en USA, caí en un profundo pozo depresivo. Desprovista de la libertad que disfrute en aquellas tierras, de vuelta a una vida gris, no tenía voluntad para siquiera salir de mi cama. Los ejercicios y la dieta quedaron en el olvido. En tiempos difíciles, hay gente que se refugia en el alcohol, las drogas, la iglesia, o la New Age. Yo busqué consuelo en la comida. Pastas y dulces de panadería. Como resultado, engordé veinte kilos.  Llegué a pesar 68.
Mi madre y mi tía Betty, constantemente, me decían gorda y hacían que me odiara a mí misma. Sobre todo mi madre. Ella observaba con atención lo que yo comía, y emitía opinión al respecto. “¿Todo eso vas a comer?”. Una vez, dije que deseaba comer lechón con papas fritas en año nuevo. Entonces, mi madre infló sus mejillas e imitó a un chancho, para indicar que yo era una cerda.  Fue como un golpe en el estómago.
Como tengo un cuerpo tan espantoso, ella repite una y otra vez que debo “entrar la panza” y usar camisetas elásticas que aplasten el estómago, aunque sea verano y haga 35 grados a la sombra. La comodidad no interesa. Lo primordial dar un buen espectáculo al otro. Ocultar la grasa abdominal, como sea posible.  
No es culpa de de mi madre, o de mi tía Betty. Como todo ser humano expuesto a los medios de comunicación, ellas son víctimas de los estándares de belleza impuestos por la sociedad occidental. Nos enseñan desde pequeños a sentirnos asqueados ante la gordura. Las princesas de Disney, y las muñecas Barbies,  tienen un cuerpo  imposible para las mujeres en la vida real.
Yo también crecí aprendiendo que la gordura es fea, mientras que la delgadez es lo bello, lo deseable. Al ver mis fotos del verano pasado, a veces, siento deseos de llorar. Se me ve con panza, una segunda barbilla y grasa bajo mis brazos.
Con sesenta y ocho kilos, fui discriminada en cada empleo que intenté obtener. Siendo mi título universitario inútil en Mar del Plata, busqué trabajo como empleada de negocios de ropa. Fue en vano. Como las camareras y las promotoras, las vendedoras  en boutiques deben jóvenes delgadas y altas.  
Para un hombre, la realidad es diferente. Ellos no son juzgados con la misma dureza. Un hombre obeso, estadísticamente, tiene mayores posibilidades de encontrar un buen trabajo que una mujer de igual tamaño.   
Toqué fondo una tarde, el verano pasado. Entré en una sala de chat, para buscar un hombre con el cual salir. Grande fue mi dolor cuando, tras ver mi página de Facebook, un joven dijo que no saldría conmigo porque yo era gorda.
Fue el colmo.
Era la primera vez que un hombre me decía gorda, y mencionaba mi peso como motivo para rechazarme.  
En la escuela, me insultaban a diario. Me decían deforme, fea, extraterrestre, monstruo, vomito, bicho feo, etc… pero nunca, jamás, me dijeron “gorda”.  En aquella época, yo era un bicho delgado. Si hubiera tenido sobrepeso, no habría sobrevivido a la crueldad de mis pares. Ser flaca era lo único bueno de mí.  
Mi metabolismo era envidiable. Podía comer lo que deseara, sin aumentar de peso. Comía como un perro callejero que pasó semanas sin alimento. Si mi abuela Nina hacía ñoquis, yo devoraba una fuente entera. Cuando servía ravioles, yo engullía tres platos. Otras veces, comía papas fritas en cantidades generosas.  (La abuela Nina preparaba las mejores papas fritas que probé en mi vida, y los ñoquis más sabrosos). Una noche, comí seis empanadas. En una época, tomé por costumbre merendar con panqueques. Increíblemente, la gordita de la clase siempre fue otra.
A los 22 años, el hipotiroidismo me arrebató mi mejor cualidad, el único aspecto positivo de mi apariencia, mi consuelo.  Mis malos hábitos alimenticios, ahora, afectan mi peso. Debo privarme de comer lo que deseo. Vivo de medallones de pescado con verdura.   
Al engordar, perdí gran parte de mi identidad.  
Actualmente fluctúo entre 61 y 62 kilos. Continúo teniendo sobrepeso, pero con seis kilos menos. No llego, ni nunca llegué, a niveles peligrosos para mi salud. No sufro de diabetes, ni tengo problemas cardíacos. Mi colesterol es normal. En mi caso, perder peso en meramente una cuestión de estética.
Debo sobrevivir en una sociedad  cruel, donde la gente como yo es despreciada. No es solo que la sociedad enseña “el sobrepeso es feo”, sino que la gente ve la gordura como indicador de gula y pereza.

No puedo cambiar esa realidad, sino que debo adaptarme.  

martes, 28 de abril de 2015

Mi Tia Sarita

Una vez al año veía a mi tía Sarita. El destino nos colocó a cuatrocientos kilómetros de distancia. Por lo cual estoy agradecida.
Mi tía Sarita jamás puso pie en una universidad, pero cree que es jueza. Opina sobre todo y todos. Su boca carece de filtro. Dispara dardos envenenados. Tal actitud es un rasgo familiar. 
Mi tía Sarita, sentenciosa como pocas, me otorgó el título de vaga.
Me recibí de la universidad tardíamente, admito. Pero me esforcé para terminar mis estudios.
Hablo dos idiomas. ¿Mi tía Sarita hablaba dos idiomas cuando tenía mi edad? No. 
Quien escucha hablar a mi tía Sarita cae en el error de pensar que yo nunca trabajé en treinta y un años de vida. Vendí cosméticos por más de una década. Trabajé en una tienda de ropa durante un verano. Caminé casi toda la ciudad haciendo encuestas durante un mes. Todo un verano recorrí las hermosas playas de Mar del Plata vendiendo perfumes más falsos que un billete de tres pesos. Trabajé en los Estados Unidos durante cuatro meses. Allí fui empleada de una guardería y mucama de un hotel. Tuve que fregar pisos y limpiar inmundos inodoros  durante ocho horas diarias. ¿No es eso acaso trabajar?
Mi CV es corto. ¡Si lo sabré! Pero no soy ajena al trabajo. No desconozco los tormentos causados por una supervisora que hace que el personaje de Meryll Streep en “El Diablo viste a la moda” parezca un ángel.       Otra falsedad forjada por mi Tía Sarita es la creencia de que no trabajo porque no es mi deseo. 
He hecho todo lo que alguien que busca un trabajo debe hacer. Leo el diario todos los días y me postulo a aquellos puestos para los que califico. Recorrí el centro de la ciudad repartiendo curriculums (ejercicio que resultó ser una completa futilidad).  Asistí a entrevistas laborales. Vez tras vez sufrí la profunda decepción de no recibir el llamado tan esperado.
Mi tía Sarita trabajó toda su vida sin detenerse. Nunca fue golpeada por el drama de la desocupación. No concibe que alguien simplemente no consiga trabajo. Y me envidia. Envidia el hecho de que, aunque yo no trabaje, vivo mejor que ella. Engendra bronca dentro el ella el hecho de que no necesito trabajar. Busco trabajo porque lo deseo. Tengo todo lo que necesito. Casa grande. Ropas caras. Y hasta viajo de tanto en tanto.
Mi tía Sarita, quien trabajó como una burra toda su vida, apenas tiene un minúsculo departamento. ¿El cual compró con el sudor de su frente? No. Lo obtuvo gracias a una herencia y a un préstamo. Además, en su hora de necesidad, recibió ayuda de sus hermanas. Sin embargo se cree con derecho a criticar lo que yo tomé sin esfuerzo.   
En la mesa familiar se me compara constantemente con su hija, mi prima Lupita, quien completó una carrera universitaria mientras trabajaba arduamente, pues la tía Sarita jamás le dio ni un pase para el subte. No contaba los medios para ayudarla. Eso le duele. Ver a mi madre quitarme un peso de mis espaldas le recuerda lo que ella misma no pudo hacer. Y le duele. 
La lucha diaria de mi tía Sarita jamás fue compensada mientras que, a su entender, mi supuesta vida de haraganería me ha dado todo. Como si yo, en efecto, lo tuviera todo. ¿Lo tiene alguien?  Mi constante lucha contra la mala salud es ignorada en las conversaciones familiares.
La tía Sarita también envidia mis dones dados por el Dios en quien no cree. Ella nunca se destacó en nada. Nunca fue el lápiz más afilado de la cartuchera.
Envidia mi potencial. Ve el futuro que tengo por delante. Ve hasta donde puedo llegar. Y se amarga.

Simplemente envidia.  

lunes, 13 de abril de 2015

Somos nuestra historia

No nací siendo una Licenciada en Comunicación Social depresiva, solitaria y adicta a las series norteamericanas, que sueña con ser periodista y vivir en Nueva York.  
Mi historia comienza cuando una mujer neurótica se casó con un hombre alcohólico. 
Llegué al mundo un 20 de enero, capricorniana. La astrología me define como ambiciosa, melancólica, racional y calculadora, casi maquiavélica. Las personas de mi signo, en teoría, son perseverantes y exitosas. La realidad dice que mis ambiciones son muchas, mis sueños son grandes, pero me falta tenacidad. Tengo baja tolerancia para el fracaso. Caigo en un pozo depresivo cada vez que fallo, lo cual ocurre seguido. La perseverancia no me caracteriza.
Nacida en 1984, pertenezco a la generación “millennial”, también llamada “Generación Y” o “Generación Peter Pan”. De acuerdo con los sociólogos, los millennials se caracterizan, principalmente, por el narcisismo: nos gustan las selfies y compartir nuestros problemas personales en los medios sociales.
Vivimos una adolescencia prolongada. Los ritos de la edad adulta, como el matrimonio y la paternidad, son pospuestos. Yo soy un ejemplo extremo de ello.  Todavía vivo con mi madre, sin lograr la independencia económica, aunque tal hecho me avergüence.  
Las generaciones anteriores eran capaces de permanecer en un mismo puesto durante décadas, sin importar lo infelices que fueran.  Los millennials somos más selectivos a la hora de elegir un trabajo, y priorizamos la calidad de vida, el realizar lo que nos gusta, por sobre un empleo estable.  No puedo negarlo. Rechacé varios empleos porque las condiciones me parecieron inaceptables.
Pecamos de algo que en USA se llama “entitlement”. Significa creer que merecemos todo lo que deseamos, solo por existir. Sentimos que nos tienen que proveer de aquello que deseamos. 
No es culpa nuestra. Las personas narcisistas y con sentido de entitlement no nacen, se hacen. La mayoría de los millenials fueron criados por miembros de la Generacion X, generación que fue criada de manera en extremo estricta y autoritaria, con una enorme presión. Los padres X intentaron educar a sus hijos de la manera opuesta, para evitar que estos sufran lo que ellos mismos padecieron de pequeños.  
Entonces, los millenials somos la generación del “trofeo por participar”. Nos educaron con la idea de que todos merecemos un premio, solo por intentarlo. Nos dijeron de pequeños que todos somos ganadores, todos somos especiales. Tal concepto creó una camada de jóvenes que no tolera perder. La realidad es que no todos podemos ser estrellas. Fracasar es una parte natural de la vida, una parte que los millennials no aceptamos.   
Hay otro factor que marcó mi personalidad y dio forma a mi vida, para bien o para mal.
Cargo en mi espalda una pesada cruz. Es la forma en que Dios me puso a prueba, y el gran desafió que dio a mi madre.
Nací con Síndrome de Turner.
Es una falla genética, que consiste en la ausencia de parte de unos cromosomas.
Fui diagnosticada a los siete años. Mi anormal baja estatura delató que existía un problema con mi cuerpo.
Durante diez años, necesite dolorosas inyecciones diarias de hormonas de crecimiento para alcanzar una estatura aceptable. Llegué a medir un metro cincuenta y tres. Por ser la más baja de mi clase, mis compañeros de colegio nunca me respetaron.
Otros signos visibles del síndrome son mi cuello anormalmente corto, dientes apiñados (que corregí a los dieciocho años tras siete de ortodoncia) y mi piel seca e invadida de espantosos lunares, los cuales afloraron cuando cumplí nueve años. Mi antiestética apariencia me convirtió en víctima constante del bullyng, generó el rechazo del único hombre que me importó en mi vida, y provocó que no  me contrataran para varios empleos que solicité. Nunca pude trabajar de promotora, vendedora en una boutique importante o recepcionista, empleos reservados exclusivamente para mujeres bonitas y altas.        
Además, el síndrome causó que sufriera de hipotiroidismo, generando cansancio crónico y sobrepeso.
El síndrome también generó que mis ovarios fueran deficientes. Necesito, de por vida, seguir un tratamiento de reemplazo hormonal. Tal defecto causa desarrollo tardío e infertilidad. Si alguna vez pongo mi vida en orden y decido tener un hijo, tendré que gastar una obscena cantidad de dinero en in-vitro para quedar embarazada.    
Toda mi vida me sentí anormal, dañada. Me sentí como la pieza de un puzzle que no encaja en ninguna parte.
No ayudó que, durante la primaria y la secundaria, fui víctima constante del bullying. Mis compañeros insultaban, con dureza, mi aspecto continuamente.
Para colmo, mi madre siempre me sobreprotegió, tratándome como una discapacitada.
La verdad es que mi síndrome no convierte a quien lo sufre en alguien diferente al resto de las mujeres.
Mis genes causaron mis problemas de salud, pero mi vida anormal se explica por el profundo daño psicológico ocasionado por mi madre, por el hombre que rompió mi corazón y, sobretodo, por mis compañeros de colegio. El bullying deja cicatrices en tu alma que no son fáciles de borrar. El perjuicio que me causaron no pudo ser reparado porque nunca tuve una psicóloga competente.
Diversos factores me convirtieron en quien soy hoy.
Soy producto de mi historia, y viceversa.