Bienvenidos a mi blog!!
En este blog compartiré mis experiencias personales, pasadas y presentes. Esperando que leer mis palabras ayude a las mujeres que pasan, o han pasado, por lo mismo que yo.
Los nombres de las personas mencionadas en mis historias han sido cambiados para proteger las identidades de los aludidos.
miércoles, 24 de junio de 2015
Odiosas Etiquetas
Recientemente, tuve una fea discusión con algunas madres de niñas con Síndrome de Turner. La pelea virtual giró alrededor de la palabra “discapacidad”. ¿Es el ST una discapacidad? Ellas dicen que sí. Yo sostengo lo contrario.
Me acusaron de discriminar a los discapacitados por afirmar que yo no lo soy. Es absurdo. Tengo una prima con una discapacidad severa, y mi padre sufrió un ACV en el 99 que lo dejó discapacitado motriz. Me hizo más consciente de lo que sufren las personas con discapacidades y sus familias. También me enseñó que es una discapacidad, y que no lo es. Decir que yo no lo soy, no significa faltar el respeto de quienes lo son. Cuando digo “No soy católica”, nadie dice que estoy discriminando u ofendiendo a la gente de dicha religión.
Aclaro que el ST no es una discapacidad, porque como Licenciada en Comunicación Social y aspirante a periodista, tengo el deber moral de educar a la población. Además, si las madres, o las mismas chicas, van por la vida afirmando que el ST es una discapacidad, alguna gente ignorante puede llegar a malinterpretarlo. El prejuicio de la gente obtusa puede costarnos un trabajo, o convertirnos en víctimas del bullying. (Todavía me pregunto si mis compañeros de escuela eran tan horribles conmigo porque alguien les dijo que tengo un defecto genético).
La Argentina no es una sociedad avanzada del primer mundo, aunque muchos quieran creer que sí.
La Asociación de Síndrome de Turner de Estados Unidos, aclara que el ST en sí mismo no es una discapacidad. Sin embargo, algunos problemas relacionados con el síndrome pueden generar que una mujer afectada por el mismo sea discapacitada. Algunas pueden perder por completo la audición, sufrir un trastorno de Aprendizaje No Verbal, o tener cierto grado de autismo, o algún problema cardíaco o de huesos serio que impida el desarrollo normal de las actividades diarias. SOLO en esos casos, la persona con ST puede considerarse discapacitada.
En Estados Unidos, las mujeres con TS, sin dichos problemas graves, no son etiquetadas como discapacitadas. Igualmente, si quisiéramos competir en la Olimpiadas Especiales, no seríamos aceptadas. Aunque se tiene en cuenta el ST como causa de discapacidad.
La ley argentina, no obstante, incluye el ST en la lista de discapacidades. Es un error, cometido por practicidad. Para proporcionar ayuda a las mujeres con ST, en lugar de buscar una categoría más apropiada, se nos etiquetó como discapacitadas.
Yo nunca saqué el carnet de discapacidad, pues no necesité las ventajas que proporciona. Siempre conté, gracias a la tenacidad de mi madre, con las hormonas de crecimiento gratis, y pasajes de micro sin costo para ir a buscarlas. Toda mi vida tuve cobertura médica.
Sin embargo, hay muchas personas que necesitan el carnet. Tengamos en cuenta que muchas chicas viven en pueblos del interior, con atención médica deficiente, y precisan viajar regularmente para tratarse. Solo obteniendo el carnet pueden trasladarse gratuitamente.
Respeto a quien lo necesita. Todos merecemos tener la mejor atención médica disponible. Pero hay que considerar el carnet como una herramienta, no una realidad. Hay que utilizarlo, sin creérselo.
Me preocupa que algunas madres de niñas con ST piensen que sus hijas son, de hecho, discapacitadas. Toman el carnet en serio.
Cuando les dije que no es así, una respondió “Pero tienen una incapacidad para crecer solitas” (Por cierto, me pareció muy condescendiente el uso del diminutivo). Es verdad que necesitamos hormonas de crecimiento para crecer y fortalecer la musculatura. Pero necesitar una medicación no significa que la persona sea discapacitada. Si así lo fuera, una persona que tome pastillas para regular la presión arterial debería ser etiquetada como discapacitada, ya que tiene “Una incapacidad para regular su presión solita”.
Otra madre, y esto es lo que más me indignó, dijo que somos discapacitadas porque no podemos quedar embarazadas de manera natural.
De acuerdo con la definición oficial de discapacidad, “La discapacidad es aquella condición bajo la cual ciertas personas presentan alguna deficiencia física, mental, intelectual o sensorial que a largo plazo afectan la forma de interactuar y participar plenamente en la sociedad”.
Decir que una mujer infértil no participa “plenamente de la sociedad” es un insulto para quienes fueron madres mediante adopción. Además, relacionar una vida plena con el sacar un bebé de tu cuerpo, es una cachetada a las mujeres que eligen ser child-free. Decidir no tener hijos es una tendencia en alza, especialmente entre mujeres con alto nivel educativo, y carreras exitosas. Etiquetarlas como “discapacitadas” suena absurdo, hasta risible.
Inquietada por este asunto, consulté a las chicas de un grupo Inglés-parlante de Facebook para mujeres con ST, del cual participo regularmente. Todas concuerdan con que el ST no es una discapacidad, pero puede llegar a causar una, en casos extremos.
Rescato lo dicho por una joven con ST del grupo, quien es oceanógrafa e integra una orquesta. Ella considera que caratular el Síndrome de Turner como discapacidad sería “Faltar el respeto a quienes luchan de verdad”.
Comprendo perfectamente lo que quiso decir. Hay gente que no puede escuchar, ver o caminar. Personas sin piernas o brazos. Gente como mi prima, que no razona, ni habla, ni camina, no come o se baña sola. Hombres y mujeres con retraso mental, autismo severo o esclerosis lateral amiotrófica, por nombrar algunos ejemplos.
¿Realmente podemos decir que nosotras luchamos igual que esa gente?
¿Pueden nuestras madres afirmar que luchan exactamente como, por ejemplo, los padres de un niño autista? ¿De una mujer con síndrome de Down? ¿De alguien que necesita escuelas especiales o, en el peor de los casos, ser internado en una institución?
No niego que el Síndrome de Turner es una lucha constante. Tenemos muchos desafíos que enfrentar. En mi caso, el síndrome trajo una batalla ardua contra la depresión, y dificultades para relacionarme socialmente. En mis horas más oscuras, no me considero más afortunada que una persona privada de los sentidos, o con las capacidades intelectuales disminuidas. Muchas veces me sentí discapacitada.
Pero, la realidad, es que tengo un título universitario y hablo dos idiomas. Puedo ver. Aunque perdí la audición de un oído, escucho con el otro y me comunico normalmente. Camino, corro y salto. Jugué al tenis, fui a nadar y anduve a caballo un par de veces. Terminé una novela. Viví sola durante cinco meses. Hice un curso en el exterior durante tres semanas.
Actualmente no tengo trabajo y debo vivir con mi vieja, pero eso tiene que ver con las limitaciones de la ciudad donde estoy, y no con mis capacidades. Algún día cercano, voy a poder valerme completamente por mi misma. Hay personas con discapacidades severas que no pueden decir lo mismo.
Pero también existe gente etiquetada como discapacitada, cuyas vidas son 100 veces mejores que la mía. Hombres y mujeres a los que les falta un brazo o una pierna, o necesitan muletas permanentes, pero lograron todo lo que deseaban, y no necesitan ayuda. ¿Son discapacitados? (Tomando la definición oficial de discapacidad: incapacidad de llevar una vida plena) Yo no los veo como tales. En esos casos, es claro ver que la etiqueta resulta errónea.
Tal vez, deberíamos ser más cuidadosos a la hora de categorizar a la gente.
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miércoles, 3 de junio de 2015
Fucking 30!
Hace algunos años, fui a un seminario dictado por el
brillante guionista Robert Mckee, escritor de Casablanca. Quedé maravillada con
sus lecciones. Lamenté que la experiencia durara únicamente cuatro días. Compré
su libro y, naturalmente, le pedí que lo firmara. Lo dedicó diciendo: “Escribe la verdad”. Dichas palabras quedaron impresas en mi mente,
para siempre.
Esta es la dolorosa verdad: tengo 31 años y solo
tuve sexo tres veces. La primera fue una experiencia horrible. Sentí más dolor
del que había sentido en toda mi vida. Tenía veinticuatro años. Demasiado
grande para ser virgen.
¿Cómo llegue a aquella situación tan peculiar?
A los dieciocho años, comencé a ir a bailar. Hasta
entonces, sólo había asistido a unos pocos bailes escolares. Criada por una madre opresiva; y encontrándome
desprovista de amigos, no tuve la oportunidad de salir de noche hasta una edad tardía.
El último año del secundario, una joven, a quien llamaré
Dalia, se convirtió en mi mejor amiga. Hasta aquel momento, mi única amiga era una
joven cuatro años menor que yo. Salir a bailar con ella no era una opción. En
cambio, con Dalia concurríamos cada quince días a un boliche mediocre y
antiguo. (Mi propio padre solía beber allí). Rara vez nos retirábamos del lugar
antes de la salida del sol.
“El antro de
perdición”, lo llamaba Dalia. ¡Y de verdad lo era!
Allí, yo bebía cerveza, aunque no me gustaba el
sabor. Y besaba hombres, los cuales eran, en su mayoría, menos atractivos que Hugo
Chavez en calzoncillos. Me divertía llevar la cuenta de cuantas lenguas
acariciaran la mía. Me enorgullecía “tranzar”
(“chapar”, para los viejos) con
muchos jóvenes, pues me hacía sentir atractiva. “La noche de los cuatro chicos”, que ahora me mortifica, levantó mi
espíritu en aquel momento.
Dejé de contarla cantidad de sapos besados después
del número treinta.
¿Cuál fue el resultado de tal comportamiento
desviado?
No logré absolutamente nada.
Esperaba encontrar un príncipe. Iba a aquel boliche lleno
de humo, vestida de manera vulgar, en busca de un novio. Nunca sucedió.
Cerca de los veinticinco años me aburrí de tal
rutina.
Ahora paso los fines de semana con mi actual mejor
amiga, la llamaré Belén, mirando series de televisión norteamericanas; y
comiendo pizza como condenada a muerte.
No significa que no nunca veo hombres. Conocí varios
en mis clases de inglés y la universidad. También tuve compañeros de trabajo.
No resultó.
En los últimos cinco años besé a un total de dos
hombres. ¿O tres?
Me encuentro en mis 30, y más sola que nunca. Con
una única mejor amiga y sin un alma gemela con quien compartir mi cumpleaños.
Gracias a mi independencia, puedo soñar con locuras,
como mudarme a Nueva York, o unirme a Reporteros Sin Fronteras. No tengo un
hombre que me ate a mi ciudad natal, lo cual es bueno. Sinceramente, no quiero
desperdiciar mi vida en esta ciudad chata, donde reina la mediocridad, cuando
hay un mundo enorme para ver.
Pero, de tanto en tanto, las noches son frías y
largas. Soy invadida por el deseo dormir en los brazos de alguien y despertar
con un hombre a mi lado. Por supuesto, anhelo experimentar un momento de máxima
cercanía con un hombre. Imagino que nada debe ser mejor que explorar el cuerpo
de otro.
Tal meta podría cumplirla sin quedar atada, por
siempre, a esta ciudad que llegué a detestar.
¿Es suficiente?
Hoy en día, ser una mujer soltera no es tan
espantoso como lo era en otras épocas. Podemos trabajar de lo que deseemos, ya
no necesitamos un hombre que nos mantenga. Y si deseamos tener un hijo, es
posible buscar un donante de esperma.
No obstante, la sociedad todavía juzga a las mujeres
que, pasados los treinta y cinco, no se han casado.
La tercera década llega cargada de presiones.
Se supone que es la mejor década de la mujer. Es
cuando ya sabés quien sos y que querés. Te encontrás bien asentada en una profesión,
ganando más dinero que nunca. Se acabó aquello de trabajar por monedas, para adquirir
experiencia. Además, ya tenés tu propia familia, o estás muy cerca de ello.
¿Qué pasa cuando, a los 31, estás soltera y sin
trabajo? ¿Qué ocurre cuando tenés que vivir con tu madre y necesitás pedirle
dinero para salir con tu amiga, como una adolescente?
Al llegar a los treinta, descubrís que la mayoría de
tus conocidos se encuentran casados y
con hijos.
Tengo como amigos en el Facebook a mis ex compañeros
de secundario. Los agregué a mis contactos, lo admito, esperando descubrir que sus vidas desembocaron en un
completo desastre, que las mujeres engordaron diez kilos y se llenaron de canas
prematuras. En vez de eso, descubrí que la mayoría de ellos se ha casado y
tenido hijos. La única gordita fracasada soy yo.
Probablemente las personas que tanto envidié porque
se casaron jóvenes terminen divorciados antes de los cuarenta. (Sé que algunos
ya lo están, de hecho). Pero no puedo evitar sentir que fallé. ¿Qué está mal
conmigo?
Incluso Dalia encontró pareja. Llegar a los treinta la
cambió. Un buen día, despertó y decidió que era momento de “Sentar cabeza”. Se ató de inmediato al
primer hombre que encontró. La última vez que la vi planeaba tener un hijo
antes de cumplir treinta uno. Porque “Es
lo que hacen los adultos”. La misma chica que, cuatro años atrás, evitaba
el compromiso como si fuera una enfermedad. Ella parecía feliz con su novio, un
pelmazo aburrido. Ambos sentían estar haciendo lo correcto.
La verdad es que, cuando veo las vidas de los otros
me siento como una adolescente. No hay nada más difícil sentirte como una
adulta cuando tus años de juventud quedaron atrás sin haber experimentado
aquellas cosas que la mayoría de las personas da por sentado: el sexo, el amor,
una carrera, el matrimonio y la maternidad.
De adolescente, me imaginaba a los treinta casada,
exitosa y con hijos. Creía que encontraría a mi alma gemela y mi trabajo de
ensueño. Nunca se me ocurrió que mi vida resultaría de manera distinta.
Belén es parecida a mí. No tiene ni novio ni
trabajo. Pero hay una diferencia fundamental: a ella no le importa ser como una
adolescente. Mientras que yo sufro y necesito antidepresivos, ella es
perfectamente feliz con su vida. Me desconcierta su falta de preocupación por
las experiencias que deberíamos haber vivido a nuestra edad.
Me desconcierta y, al mismo tiempo, me produce
admiración. Deseo ser más como ella.
Yo sufro pensando en todas esas personas que ya
tenían el mundo a sus manos a mi edad. Leer las biografías de quienes lograron grandes
cosas a los veinticinco me resulta una tortura que debería estar prohibida por
la convención de ginebra.
Pero en la vida no existe un botón de rebobinado.
Sólo existe el luchar para alcanzar un futuro por el
que valga la pena vivir.
Así que, cargué mi equipaje y me subí (aunque sea
con retraso) a ese tren que lleva a la estación llamada Lo Que Quiero Ser. Pero no puedo evitar ser como una niña,
preguntando una y otra vez:
Mami, ¿Ya llegamos?
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